La hoja atravesó la armadura como un rayo de luz rasga la oscuridad. Y saltó en mil pedazos, de metal, piel, sangre y alma. Se le escapó la vida poco a poco, segundo a segundo. No había consuelo en saber que había luchado con honor.
Se tambaleó lentamente hasta la escalera, donde le esperaba un montaña de retos. Subió peldaño a peldaño, superando el anterior con esfuero y con dolor. LLegó hasta arriba mientras todo, su vida, su fuerza, resbalaba entre sus dedos, la fria piedra le sirvió de sustento. El tesón de muleta.
Cerró los ojos, sin necesidad de ver el camino a seguir, lo conocía de memoria. Su mano se deslizaba sobre la piedra, sintiendo cada rugoso arañazo, cada frio retazo de seguridad y oscuridad. Sus pasos eran eternos suspiros en el tiempo, se sorprendió cuando el calor de media tarde le acarició el rostro.
No abrió los ojos. Tenía miedo de no tener fuerzas para despedirse del mundo que tanto había odiado y querido, que tan monotono y sorprendente le había parecido. Sonrió cuando la fuerte mano de su enemigo le agarró del hombro. No pretendía hacerle daño, le sujetaba como un amigo sostiene a otro, para que no cayese.
Tenía que ser así. No había otra opción, no ahora. Si existe un destino, o hay un libro con nuestras vidas ya escritas, dirian que ya era tarde para cambiar nada. Casi sonrió al pensar que quizás si hubiera otras opciones, tendría que hablar seriamente con quien lo había dispuesto así todo.
Murmuró un quedo deseo. Y aunque no vió a asentir a la figura que había a su espalda, tuvo la certeza de que iba a ser cumplido. Un dolor lacerante en el pecho acabó con toda la fuerza que quedaba. El acero salió como un suspiro. El último.
Adelante, escribe