"Por que pedir al cielo lo que esta en nuestras propias manos." William Shakespeare
El fin de semana pasado estuvimos en el chalet de un amigo en una quedada de ordenadores. Una vez cada tres o cuatro meses nos juntamos un par de días más que para jugar, para estar todos juntos sin un ápice de obligaciones. Lejos de trabajos, estudios, problemas...
El chalet como tal, recibe el nombre de chalet más por educación para con el dueño que por que realmente parezca un chalet. Una edificación de aspecto fuerte desde fuera, pero tetricamente inacabada dentro. La falta de fondos, junto con otros problemas, hacen que darse un paseo por el interior, fuera de la zona habilitada para los ordenadores, inspire un poco de miedo, cables a la vista, ventanas con sempiternos papeles puestos, paredes desnudas y suelos levantados. Por supuesto, todo con linterna fuera de nuestra "sala de la luz".
Después de colocar un par de laminas de gomaespuma en el suelo y extender la tienda esa que se monta en dos segundos encima, me di cuenta de que no había llevado ni saco de dormir, ni sabanas ni nada... Así que puse la toalla malamente para al menos no dormir sobre el plasticoso fondo. No soy especialmente picajoso con esto de dormir en cualquier lado, pero me desperté en mitad de la noche, sin saber muy bien porqué. Quizás porque me había costado conciliar el sueño dándole vueltas a cierto tema, y mi sueño fue intranquilo. Hice un intento de volver a dormir, me revolví un poco para acomodarme, mi mente se concentró en que la toalla olía a crema hidratante para después del afeitado, debe ser que con el sudor, la crema acabó en la improvisada sabana-almohada, de lejos escuché unos pasitos rápidos (de alguna rata valiente), se me cruzaron los cables y me dije que había cosas mejores que hacer que dormir, me medio vestí, abrí la tienda y me puse las deportivas, me alejé del resto de las tiendas y, una vez al aire libre, miré hacia arriba.
Y me quedé medio tonto durante un buen rato, con un pesado silencio a mi alrededor, sólo roto por algún ronquido ocasional, unos breves pasos en carrera para ocultarse en una madriguera, el relincho de algún caballo de una finca cercana y el incesante crujir de mis pensamientos. Allí, en la inmensa oscuridad, infinitas estrellas me miraban. Pensé en cuantas personas, en ese momento, estaban mirando esas estrellas, pensé en la gente que antes, en ese mismo lugar, décadas o siglos antes, miraron hacia las estrellas, pensé en un arranque de misticismo si, al otro lado de tantas estrellas, no hubiera un algo, en otro mundo parecido, mirando las mismas estrellas, y pensando en lo poco que vale pedirlas nada, pero lo mucho que aporta mirarlas en silencio. Silencio.
Cuando quise darme cuenta, ya no había nada en mi cabeza, en el horizonte el negro azabache se estaba convirtiendo en un suave azul marino. Volví a la tienda y me dejé caer sobre el duro suelo que la gomaespuma no disimulaba, enterré mi cara entre mis brazos, y me volví a dormir con un puñadito de preocupaciones menos.
Adelante, escribe