El sol abrasador cae implacable sobre Madrid, apenas el inicio de lo que será un largo castigo. El asfalto de una de las avenidas del Retiro, con ese olor a polvo de mil lugares, expulsa en forma de vapor el rocío que la madrugada ha posado sobre él. Y en mitad del caluroso día una docena de personas pasean cerca del ángel caído, y tras cada una de esas personas, otra figura, invisible, en silencio, vestida con ropas de infinitos tonos grises, camina cuidando a quien va delante.
Un chico moreno se acuclilla para plasmar en una foto a esa figura broncínea que parece llorar su expulsión de los cielos, del paraíso tan anhelado, o que, en su pesar, lamenta convertirse en máximo exponente del mal por la confusión entre soberbia y rebeldía. El guardián del neófito fotógrafo, idéntico a él pero con matices totalmente opuestos como sólo la insustancialidad puede otorgar, le miraba fijamente desde la distancia, con miedo a elevar la mirada. Sus ropas urbanas de color gris claro no ondearon con una breve brisa de aire fresco. CLICK. El chico moreno comprueba en la pequeña pantalla de su cámara que la foto está medio decente.
Sale por el pórtico próximo a la cuesta Moyano con la intención de buscar otra fotografía, huyendo de los fantasmas que le dan caza y le persiguen inmisericordemente, su protector le sigue algo aliviado por haber dejado atrás la figura de bronce. Ve como esa persona a la que debe amparar, desagradecida por desconocimiento, camina entre afligida y enfadada, sin poder tocarle, ni hablarle, tan solo con el poder de susurrarle alguna palabra de ánimo que el chico tomará como suya propia, como si el aire le hubiera hecho despertar, por un segundo, esa parte luchadora e incansable que todos llevamos dentro.
Cruza su mirada con otros entes protectores, con ropas más claras o más oscuras que la suya propia, todos tienen tristeza en sus ojos. Se sienten impotentes a pesar de que a menudo son ellos los que le salvan la vida a quien camina unos pasos por delante suya, a quien representan fielmente a imagen y semejanza física. Sus sentimientos a veces son tan parecidos a los humanos que incluso anhelan la libertad que a otros les costó el destierro.
Algo nuevo. No vivido hasta ahora. Que incluso ha vencido a otros fantasmas más antiguos. El dolor que esquirla el alma de su protegido le desgarra su propio cuerpo. El miedo que siente su homologo, le ciega y enloquece como si, una a una, cayeran todas las gotas de la desdicha sobre su cabeza.
Sólo desea cruzarse con algún otro ente capaz de sonreírle para transmitir esa tranquilidad a su protegido
de momento solo puede fantasear con apagar el sol y que su luz no ilumine a las dudas a las que se enfrenta, que sufre en su carne transparente e invisible por culpa de quien debe salvaguardar.
Adelante, escribe