Perdido

El otro día me perdí un rato en la montaña. No estaba literalmente perdido, simplemente me salí de la ruta elegida e hice caso omiso al mapa. Después de tantos años yendo es difícil que me despiste, pero con sonrisa pícara giré por el camino que sabía que no era y seguí andando hasta escuchar el fluir del agua. Lo bueno de dejar de lado las rutas fáciles es que te quitas a los domingueros de encima (¿qué? Yo SIEMPRE voy los sábados, en todo caso yo sería un sabadero... muy diferente de un dominguero). Además, no es que sea la selva amazónica, y brújula en mano puedes salir en una hora a paso tranquilo. Dejé a la otra persona haciendo fotos a un retazo de nieve rodeada de hierba intensamente verde y me adentré entre los arboles, apenas 200 metros, hasta llegar a la corriente de agua.

Apoyé con cuidado la mochila contra el grueso tronco caído de un árbol, y lentamente, como temiendo profanar el silencio que me rodeaba, me acerqué al riachuelo. Me acuclillé, con las botas pisando el barro de la orilla, y me quité uno de los gruesos guantes. Sumergí los dedos dentro del agua cristalina, disfruté del frío cortante bailando entre mis dedos, hasta que los noté ligeramente entumecidos. Los moví suavemente durante un rato, dentro del agua, sintiendo el fluir constante de litros y litros de agua. No había ruidos... ni voces... poco a poco sentí diluirse mis problemas con el agua. A los dos minutos ni siquiera era capaz de acordarme de las injusticias del mundo. Cada vez sintiéndome más pequeño, menos responsable, más efímero, menos consistente, más libre.

Con el interés perdido en el retazo de nieve, escuché que mi acompañante se acercaba ruidosamente, y decidí levantarme lentamente, coger la mochila y salir de allí con respetuoso silencio. Como con miedo de despertar a alguien.