"Sólo aquellos que nada esperan del azar son dueños del destino". Matthew Arnold
(tiempo de lectura medio: 1 min y 45 segs)
No suelo creer en esto de la suerte, ni en deidades que nos allanen el camino o tiren los dados jugando con nosotros. Peeeero....
Hace unos días me quedé dormido, algo que me descuadra las primeras horas del día porque me hace sentir que voy corriendo a todos sitios. La primera consecuencia fue subir al metro a una hora diferente de la habitual y perderme la conversación con tres chicas encantadoras con las que comparto los 10 primeros minutos de trayecto. La segunda fue atrasar la planificación de mi día entero y tener que posponer cierta entrevista que llevaba tiempo esperando y que podría ser una victoria tras muchos meses de pequeñas derrotas.
Y ya iba meditabundo sobre estos últimos meses, caminando por los pasillos de otra estación, cuando el pitido familiar de las puertas a punto de cerrarse sacó de mi letargo a mi orgullo herido y emprendí la carrera para, al menos, no perder otro tren. Justo al cruzar por la puerta cerrándose, y en un intento de frenar en seco, me di un fuerte golpe en la cabeza con la parte de arriba del contorno de la puerta. Ahí estaba yo, disimulando el dolor, acordándome de la madre de los diseñadores, que debían ser minúsculos para diseñar puertas tan pequeñas y pensando que, total, para eso me hubiera quedado en la cama.
Al llegar a mi destino la vi, y las reglas del juego parecieron cambiar... una brillante moneda en el suelo. Nadie cerca. 2 euritos. Una gilipollez, una miseria... lo justisimo para darme el capricho de un café con un donut. Pero más allá de eso, que me lo hubiera dado de todas formas, medio sonreí porque era el "destino", o el "azar", quien me pagaba ese desayuno. El interlocutor con quien tenía que pelearme de golpe se convirtió en alguien eficiente que me solucionó en minutos algo que habitualmente lleva horas.
Fui a desayunar a una de esas famosas cadenas de donuts. Había dos chicas americanas a punto de pedir un par de cajas grandes pero me dejaron pasar para tomárselo con calma y no hacerme esperar. Pedí el que venía con más chocolate de todos... y al pagar con esos dos euros mágicos, el precio de siempre, la dependienta me devolvió uno. Oferta. Sonrisa. Con mi bandeja me planté en mitad de la cafetería atestada justo cuando un tipo dejaba una mesa libre. Al poco de sentarme, las dos chicas de antes se acercaron... cómo no había sitios libres, me preguntaron si podían sentarse. Charlamos un buen rato, me dejé subir la autoestima dándome por aludido cada vez que ellas me decían que les encantaban los madrileños, que que guapos eramos y que simpáticos.
Justo me llegó un email al móvil, el par de asuntos del que me ocupaba se posponían y tenía el resto de la mañana libre. Fui al retiro a estirar las piernas y encontré a un tipo cantando con su voz rasgada y sólo con una guitarra (no tan bueno como el de mi anterior post, pero suficiente para quitarme la espinita). Estuve un rato escuchando... dejé el euro restante en la funda de la guitarra y me volví a casa debatiéndome entre la cara de sospecha y la de tonto de remate con la sensación de haber ganado sin acabar de comprender las reglas de un complicado juego.
Adelante, escribe